Llegir i escriure

George Orwell ¿por qué escribo?


  Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. 

Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes,  y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus  temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.
Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.
Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: "Voy a hacer un libro de arte". Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.

Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.
Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

[Selecció de El placer y la zozobra. El oficio de escritor, UNAM, 1996. Text complet amb les referències aquí]





Josep M. Benet i Jornet

 Qui sóc i per què escric


El meu avi Josep Benet era un pagès humil de les Borges Blanques, dels que penjaven Macià a la capçalera del llit. Ell i els seus fills no llegien llibres, no assistien a espectacles teatrals; altra feina tenien lluitant amb la misèria. El meu avi Francesc Jornet era un metge força conegut a l'Hospitalet del Llobregat. Va ocupar càrrecs en un partit de dretes, i els rojos el van matar just començada la guerra de 1936. Llegia, però no va voler donar cap mena d'educació seriosa a les seves filles. El meu pare, Pere, odiava haver de fangar, va abandonar la seva terra i es va convertir en comptable. Casant-s'hi, la meva mare, Concepció, va baixar d'escalafó social. Van llogar un pis minúscul a Barcelona, a la Ronda de Sant Antoni, i allí vam néixer la meva germana
Núria i jo. 


A casa hi havia pocs, comptats, llibres. No anàvem al teatre. Tanmateix, així que vaig aprendre a llegir (em va costar, era molt talòs), els llibres se'm van convertir en una passió. Entre demanar que em regalessin una joguina o un llibre (no hi havia medis per a les dues coses), preferia un llibre. Els meus tiets de Gironella, on passava els estius, tenien una biblioteca, als meus ulls, abundant i atractiva, del temps de la República, i allí vaig llegir coses en català. A Barcelona llegia novel·les "de duro" en castellà; els meus clàssics van ser Alf Manz (lladres i serenos), Josep Mallorquí (oest), George H. White (ciència ficció) i Marisa Villardefrancos (sentimental). Però també vaig llegir, per exemple, Jules Verne i Karl May. A penes passava d'això. Un parell de cops vaig actuar en funcions teatrals del col·legi, els Escolapis de Sant Anton. Als quinze o setze anys vaig ingressar, amb passió, al quadre escènic juvenil de la parròquia del Carme.
 
Sempre vaig voler ser escriptor. Volia ser escriptor com qui vol ser astronauta, sabent que mentida, que mai no ho seria. Compte, durant un temps, el model d'artista en qui somiava era l'escriptor de consum. Les novel·les de Graham Greene les trobava espesses. Jo era un noi de barri, mal adaptat al barri però sense ningú que em donés altres referents. Fleble, sense cap confiança en mi mateix i, molt menys, en la meva capacitat intel·lectual, amb uns pares amoïnats per la meva ineptitud...; però escrivia i sabia que mai no deixaria d'escriure, primer novel·les i després teatre, podeu imaginar quina mena de textos. No somiava truites, tenia clar que no estava escrivint res de bo i que mai no escriuria res de bo, però l'escriptura era un vici, i la consciència d'aquest vici reprovat per la família, però inevitable, es confon amb l'origen de la consciència de la sexualitat, un altre vici reprovat aleshores per la societat, però també inevitable.
 
Durant la misèria de la postguerra la meva mare es refugiava en una religiositat sense fisures i el meu pare es refugiava en les minyones que anaven a ballar els dijous al Price. La meva germana era oberta i simpàtica, jo era tímid i esquerp. La meva distracció constant, durant anys, eren els tebeos (els llibres arribaven amb comptagotes, un cada cinc o sis mesos), i jo mateix, amb qualsevol paper, normalment amb els papers que embolicaven els queviures a la plaça, fabricava els meus propis tebeos, col·leccions senceres, incloent dibuix i text. A casa es pensaven que m'agradava dibuixar i que hi tenia mà (mentida), i no donaven relleu al fet que els meus dibuixos sempre anessin acompanyats d'argument. Aquells tebeos maldestres, imatge i diàleg, el pont cap al teatre. Però per què el teatre? No ho entenc, és un misteri: l'origen d'aquesta dèria em resulta incomprensible. Amb sacrificis (sempre m'ho recordaven), el pare volia que arribés on ell no havia pogut arribar, que estudiés peritatge industrial, i la meva mare volia retornar-me el lloc que a través del seu em
concernia, una altra condició social: nosaltres no som genteta, deia sempre. Desastre. Feia campana a les classes, m'escapava a la Biblioteca de Catalunya i m'evadia de responsabilitats llegint autors nous, diferents, una mica més enllà del pur consum. Tenia l'instint de trencar el meu propi sostre d'interessos, i ho feia a les palpentes; absolutament ningú que em guiés i que em digués que potser no estava cometent maldats. Ja ganàpia, amb divuit anys em sembla, en acabar-se unes vacances de Nadal, vaig dir a casa que no tornava a l'Escola Industrial, on anava repetint cursos, i que em posessin a treballar. El meu pare, generós, desesperat, em va preguntar què volia fer a la vida. No m'esperava la pregunta però, per sobtat instint, vaig dir que filosofia i lletres. I em van pagar la finalització del batxillerat (només tenia fets quatre cursos) i em van pagar filosofia i lletres. 

Un dels meus millors amics, company de curs, diu que no ha vist mai ningú que passés per la Universitat aprenent tan poc com jo de les matèries que ens ensenyaven. Aprovava perquè a romàniques era impossible suspendre. Però la Universitat va ser molt important per a mi. El meu objectiu no era fer una carrera, era trobar la manera d'aprendre a escriure teatre. Els companys em donaven lliçons de literatura, de pensament, de vida. Els catedràtics, no, però els companys, ja ho crec. Per primera vegada trobava referents. D'altra banda, i també per primer cop, hi havia persones que em valoraven. No gaire, una mica.  El meu pare, per herència familiar, era, només de boca, catalanista i antifranquista. A la Universitat vaig acabar d'entendre que havia de lligar-me a la cultura catalana i vaig participar, sense cap protagonisme, en la lluita antifranquista. Però no vaig militar en cap partit. Amb Joaquim Molas, a través de Joan-Lluís Marfany, en classes clandestines, vaig aprendre el que sé, sobretot, de literatur catalana del XIX i del XX. A l'EADAG, a través d'Adrià Gual, vaig connectar amb la gent que protagonitzaria la renovació teatral a Barcelona. L'any 1963, impensadament, vaig guanyar el premi Josep M. de Sagarra de teatre. Va ser l'inici d'una "carrera" d'autor de literatura dramàtica que somiava però considerava impensable. 

Sóc escriptor de teatre, diria, per una mena de fatalitat inevitable, malgrat jo mateix, malgrat les meves mancances, les meves febleses. Hi ha d'haver una altra anàlisi més racional que aquesta, però l'amor al teatre ha estat i és una obsessió que condiciona per complet la meva vida. Tinc molt poca confiança en mi mateix, però sé que mai no deixaré d'escriure teatre, mai no deixaré de lluitar per crear unes peces teatrals sempre més rigoroses i ambicioses que les que he escrit abans. Encara que m'estimbi. Però m'estimbaré intentant aixecar el propi llistó. Escriure no és senzill. Cada vegada menys. Escriure no és posar-te a pixar i suposar, pretensió elemental, que pixes or. Escriure ha de suposar una pretensió diferent i desmesurada, ha de ser voler edificar una catedral, feina plena d'infinits problemes que no és segur si sabràs resoldre'ls.
 
Els "temes" de les meves obres són limitats. Lluito per esprémer-los, per oferir-los amb el màxim de  complexitat, i sé que les alternatives són dues: o bé no ho aconsegueixo i fracasso, o bé ho aconsegueixo i tota una part del meu limitadíssim camp d'acció resta exhaurida i intransitable per sempre. D'un cantó o de l'altre, doncs, el terror s'imposa quan acabo una obra nova. Escric teatre, els meus textos busquen convertir-se en espectacle teatral. Malgrat una instintiva misantropia estimo el tracte amb la gent de teatre i trobo que el curs dels assaigs és una experiència fascinant, enriquidora. Sé que, dins de l'espectacle, soc una entre tantes peces que el composen, i que l'experiència del muntatge pot obligar a revisar el text. Hi compto. La peça tornarà a ser només meva, és un dir, quan torni al llibre, a la literatura escrita.

Una nit d'estrena és la cosa més angoixosa del món. Però també la més bella, i no la canviaria per res.